Ángel Mollá
«Hay que tener el valor –como los griegos– de quedarse de pie ante la superficie, el pliegue, la piel. Ser capaces de admirar la apariencia y creer en las formas, los sonidos, las palabras… Los griegos llegaron a ser superficiales a fuerza de ser profundos…»
F. Nietzsche (1886): Prólogo a La gaya ciencia.
Hacia la mitad de los tumultuosos años 80 Cristina Gámez destacó en la escena local como una peculiar creadora de moda: diseñaba, tejía y elaboraba su propia ropa. Los modelos originales –piezas únicas– que ella misma se ponía, se ponían también a disposición de quien estuviera en situación de adquirirlos y de lucirlos. Funcionalidad y discreta extravagancia se daban la mano en aquellas ropas que entonces –y aún hoy– parecían de otro tiempo y otro lugar, acaso de otro mundo (mejor). Aquella indumentaria era portadora de algún sentido –no sé si moral o epocal, pero no oculto– utópico o regenerador que estaba inscrito en su propia factura, materiales, colores, textura… En aquella década, tan artificiosa y con tan buena conciencia por ello, resonaba con cierta disonancia un producto que apelaba a la naturalidad y a la naturaleza, sin renunciar a una legado tan típicamente moderno como el del informalismo: materiales, formas y texturas eran, a la vez, el mensaje y el medio, el soporte y la idea. El tejido y su proceso se mostraban sin complejos. La trama, las costuras e hilvanes a la vista se integraban y aparecían como elementos semánticos y decorativos de pleno derecho.
Elogio de la piel
Mientas tanto, la diseñadora estudiaba filosofía –mal llamada pura– y no se perdía un evento de la movida frívola y más o menos cultural que lo impregnó todo (desde entonces la palabra «cultura» designa cualquier cosa). Esta simultaneidad de lo superficial y lo profundo, del trabajo y el ocio, en algunos casos, resultaba beneficiosa para quienes eran capaces de gestionar sus contradicciones y no querían renunciar a ninguno de los vectores que nos constituyen. Sin la concurrencia de todos ellos nuestra vida sería una apuesta segura por perder alguna cosa imprescindible, acaso la más valiosa.
Así lo había proclamado, para todo el que quiso enterarse, el Nietzsche más sabio, de vuelta ya de las falsas profundidades metafísicas: las mismas que nos obligan a renunciar al único mundo que tenemos, el de este cuerpo que será polvo, el de estos sentidos que nos engañan al menos tanto como nos dan placer y el único conocimiento fiable de que disponemos. Como los griegos que tanto admiró –y reinventó para nosotros–, Nietzsche nos invitaba a ser, aún hoy, lo bastante profundos como para darnos cuenta de que la verdad sólo puede ocultarse si tiene dónde hacerlo; en el mundo, en el cuerpo, en los sentidos, en la piel: «Hay que tener el valor de quedarse de pie ante la superficie, el pliegue, la piel; ser capaces de admirar la apariencia y creer en las formas, los sonidos, las palabras…»
Esto es lo único que tenemos entre las manos y en la boca, lo único que puede darnos vida y guiarnos por este valle de lágrimas en que lo único que tenemos garantizado es la muerte. Y si ésta reina con tanta arrogancia (aunque sólo gracias a los que hacen de ella una amenaza y su negocio) es porque nos priva de la palabra, de la piel, de los sentidos… en suma, de este cuerpo mortificado y gozoso que –sin remedio– somos. El mundo será un teatro, y nuestro rostro una máscara para un papel que sólo a medias elegimos. Y éste quedará truncado cuando caiga el telón y se apaguen las luces (demos por bueno el celebrado símil). Pero no está nada claro que vayamos a despertar de ese sueño del cuerpo, los sentidos y la conciencia en otro mundo donde no haya ninguna de estas cosas (y que para colmo es más real que éste). Sólo por analogía con esta vida que sí tenemos, aunque sólo sea de paso o de prestado, concebimos un mundo al revés en que por fin seremos nosotros mismos, sin máscaras, telones o escenarios.
El tejido, el telón, el escenario y la trama
Sobre estas cosas reflexiona desde hace mucho tiempo la obra de Cristina Gámez, que parece hacer suyas las admoniciones de Nietzsche, tan bien resumidas en la afirmación de Paul Valéry: «Lo más profundo es la piel». Más allá de la identificación de la piel con lo superficial y lo aparente, antes bien, tratando de ahondar en la estructura de una profundidad que sólo puede ser intuida a través de la superficie. El arte, por ejemplo, como un juego (muy serio) en que se crea un efecto de sentido que sólo puede activar el lenguaje. Aquí no hay lugar para las falsas profundidades ni para lo invisible a no ser que estos sean producidos por la sugestión del lenguaje y las formas sensibles en su interacción con nuestra propia vida, es decir, creando el sentido. Hace unos años me permití escribir:
La obra de Cristina Gámez es una clara ilustración de cómo los estratos culturales de la biografía personal pueden superponerse al ya viejo palimpsesto del arte moderno. La artista se ha pasado la vida practicando la danza contemporánea, estudiando Filosofía, tejiendo y diseñando ropa, filmando y manipulando imágenes y, finalmente, estudiando Bellas Artes y actuando en consecuencia. Que haya hecho al final lo que la mayoría hace al principio no sólo delata una trayectoria en apariencia errática, sino, sobre todo, la necesidad —típica del rigor intelectual y artístico— de tomarse todo el tiempo que cada proceso de maduración exige, más allá de cualquier consideración económica o práctica. Y todo esto se ve —literalmente— en sus piezas: una reflexión acerca de la temporalidad del espacio y la espacialidad del tiempo; del instante como espacio visual y la instantánea como lapso temporal; del cuerpo como imagen, como trayectoria y como trama. En suma, de la trama de la vida como tejido, secuencia, narración o coreografía. La danza de las artes se apodera de todo en su evolución: el telar, el lienzo, la escultura, la fotografía, el cine, la infografía, la pintura y (siempre) la danza misma. La coreografía es ahora trama y urdimbre, técnica y cultura, cuerpo y espíritu, imagen y texto, música y silencio. Pero este escenario nada tiene que ver con ninguna obra de arte total, no es un gran espectáculo ni provoca ninguna catarsis, puesto que huye de las trampas del efecto.1
A lo sumo reflexiona, tal como proponía el filósofo Gilles Deleuze, sobre la capacidad de los efectos para provocar afectos y conceptos. La clara voluntad del arte de constituirse en una maquinaria capaz de producir el sentido. Ni siquiera la llamada «psicología profunda» o el psicoanálisis aciertan al revelar la esencia de las profundidades humanas y del sentidooriginario, si bien habría que ver en Freud al inventor de la «maquinaria del inconsciente», por la que el sentido es producido, siempre producido en función del sinsentido. Afirma Deleuze:
Un sentido que no es nunca principio ni origen, es producto. No está por descubrir, ni por restaurar ni reemplazar; está por producir con nuevas maquinarias. No pertenece a ninguna altura, ni está a ninguna profundidad, sino que es efecto de superficie, inseparable de la superficie como de su propia dimensión. No es que el sentido carezca de profundidad o de altura; son más bien la altura y la profundidad las que carecen de superficie, las que carecen de sentido, o que lo tienen sólo gracias a un «efecto» que supone el sentido.2
En cambio, la función del lenguaje metafísico sería hacer pasar por natural el artificio, por originario y esencial lo fabricado y contingente. Pero el pensamiento y el arte modernos nacen del fracaso de la representación, a la vez que de la pérdida de las identidades, y del descubrimiento de las fuerzas que actúan bajo la representación de lo idéntico: «Las identidades están todas simuladas, son fruto de un «efecto óptico», de una interacción más profunda que es la diferencia y la repetición».3 La tentativa del arte consistiría en tratar de completar y, a la vez, de romper esta serie o procedimiento que se basa tanto en la repetición como en la variación, y sería el intento de decir lo otro a partir de la repetición de lo mismo.
La trama al descubierto
Es difícil, a la luz de todo esto, no ver el interés de Cristina Gámez por la regularidad de las series, las tramas o la repetición de motivos, como un intento de apropiarse e ir más allá de una tradición ornamental o artesanal basada en la reiteración de lo mismo. Cómo explicar si no la persistencia y metamorfosis de lo decorativo en indumentarias, ornamentos, imágenes o cualquiera de los patrones de repetición que informan cada momento de su evolución. Da igual que sean tejidos a mano en telares o imágenes secuenciales –videográficas, infográficas, fotográficas, dibujadas o tejidas– de sí misma u otros. Estas series de movimientos corporales o falsos motivos abstractos –o ambas cosas– resultan ser la ampliación de la trama de la tela, el nudo de los hilos o la miniaturización de figuras humanas en actitud dinámica o extática –pero siempre haciendo algo. Todos ellos quedan convertidos, a un tiempo, en procedimiento, motivo y discurso de la obra. En una obra de 1998 (Modelo constructivo u Origani), la estructura de hierro sostiene un gran plano paralelo al suelo, el cual sirve de bastidor a un lienzo de lino tejido a mano. Sobre éste se ha calado un motivo ornamental repetitivo bastante típico, semejante a la pata de gallo o a una pajarita. Es tan «típico» que reproduce, muy ampliada, la propia trama del lienzo en que se inscribe. A su vez, la estructura que lo soporta es como una réplica, simplificada, del orden geométrico de ambos. El título Origani remite el arte japonés de la papiroflexia, el arte de plegar el papel formando figuras (como nuestras modestas y populares pajaritas). Se trata de una obra simple visualmente pero compleja en su concepción, barroca, dirá Ramiro Carrillo, que lo explica con precisión:
Las telas de C. Gámez son superficies regulares, grises y neutras, que sólo despliegan su sentido ante quien se toma la molestia en descubrir que han sido tejidas artesanalmente; y es por eso que aluden a una dimensión humana [femenina, de hecho] de la representación, pero también apuntan a la lógica de la imagen digital [obsérvese su trama regular que funciona como un suave pixelado] y, ante todo, se constituyen como el escenario elemental de la pintura: el lienzo virgen. Y en la convergencia de estos elementos, la imagen que ha sido pintada, que no es más que la representación del mismo tejido plegado en nudos, conforma una suerte de Verónica que muestra, precisamente, la verdadera imagen. Me refiero a la sencilla y regular trama de la tela que C. Gámez pacientemente ha tejido, y que vemos a través de la delicada transparencia de su pintura.4
Como en La carta robada de Edgar Allan Poe, el objeto desaparecido se oculta exponiéndolo a la vista de todo el mundo. Magritte decía sólo lo visible puede ocultar algo, ya que lo invisible es obvio que no puede ocultar nada.5 El barroco, a su vez, oculta lo invisible tras el follaje, el ornamento y la alegoría; la angustia por el sentido (perdido) bajo la hipertrofia del significante, bienhallado para el arte. Ramiro Carrillo sostiene que la obra de Cristina Gámez es barroca «en su rebuscado análisis del lenguaje», cosa que debe ser cierta, como veremos más adelante. En cualquier caso, la estrategia desocultadora de Cristina Gámez pone en el primer plano y hace visible lo que antes se aparecía u ocultaba como accesorio, lateral, invisible o secundario: el pliegue, la cortina, el ornamento, el tejido, la trama, la piel o el cuerpo. Estos elementos son repetidos, cambiados, intercambiados, combinados, plegados, replegados o desplegados en una operación especular que cuyo único límite parece ser el rigor.
Ya en una obra de 2002, Escenas en la galería, un suerte de tríptico vertical o triple acorde visual, se yuxtaponen sin complejos varios materiales, técnicas, imágenes y planos sobre una estructura de hierro: tejido sobre lino, plotter fotográfico y grafito sobre lienzo componen la superficie plana. Vale la pena detenerse en el artificio de esta pieza en apariencia ingenua, ornamental:
En el plano superior, un fotomontaje, una foto múltiple de la propia artista caminando en equilibrio sobre una balaustrada convexa. La figura aparece en distintas posturas, como recorriendo un amplio arco, pero en realidad ella no se ha movido. Sólo el objetivo de la cámara lo ha hecho, tomando desde abajo y desde distintos puntos a su modelo, extático, al que transfiere el efecto de su propio movimiento: ángulos y recorridos que nunca existieron.
En el centro, la imagen triple de una mujer que parece la misma de antes, contemplando desde la galería un jardín barroco francés, también multiplicado. Son tres secuencias sucesivas de El año pasado en Marienbad de Alain Resnais que han sido yuxtapuestas y dibujadas, de lo que resulta una falsa perspectiva. La mujer tampoco es la que parecía ser, la balaustrada y el jardín parecen competir en ornamento y geometría.
Abajo, un triple motivo ornamental, floral y geométrico, resulta ser el plano fotográfico del mismo jardín visto desde el cielo. La planta del jardín, como muestra el triple sentido de la palabra en complicidad con la imagen, es a un tiempo plano, seto y flor. Lo mejor de este divertimento manierista o barroco es que no lo parece, pero es tan sólo porque su evidencia poética nos hace olvidarnos del artificio.
La buena conciencia del ornamento
El descrédito de lo decorativo frente a lo conceptual parece remitir no sólo a la distinción académica entre arte y artesanía, tan evidente y necesaria como a veces inútil. Oposición, en todo caso, ajena a la historia (real) del arte, siempre dejando por el camino o incorporando técnicas y géneros al panteón oficial de las artes. También la típica oposición entre figuración y abstracción (tan devaluada ésta a partir de los 80 como antes encumbrada) parece reblandecerse y diluirse ante el decurso de los tiempos, mucho más rico en matices que los discursos epocales. Esto queda bien claro en la obra de Cristina Gámez, por su simple eficacia en la deconstrucción de estas falsas dicotomías. Juan Pedro Castañeda aludía así a la clara deriva ornamental de nuestra artista, a la que dota de un interés inherente:
La ornamentación lineal no contiene historia, no alberga espacio ni tiempo, es una ofrenda a la naturaleza y a la geometría. También podríamos convenir que alude siempre al mismo instante, a un instante perpetuo, enroscado en sí mismo. El gusto por la ornamentación de Cristina Gámez se relaciona con este mecanismo de regularidad, es análogo a él. El ornamento se basa en la repetición de una imagen y muestra cierto gusto por el orden, tal vez por la abstracción.6
Pero la propuesta de Cristina Gámez inscribe dicho gusto –como se ve, tradicional y moderno– en un juego de espejos, en un metalenguaje cada vez más rico e inesperado. La incorporación de nuevos elementos o el desplazamiento hacia otros niveles de lo mismo adopta una trayectoria cada vez menos previsible, una racionalidad escasamente lineal, acaso barroca o rizomática.
Es posible que esta cualidad rizomática, tal como la formula Gilles Deleuze, junto con sus teorías del pliegue barroco y del cuerpo-lenguaje sirvan para dar cuenta de un trabajo de creación que siempre se ha nutrido de la reflexión propia y ajena. Hay que dejar claro que Cristina Gámez ha incorporado esta dimensión especulativa a su obra con la misma naturalidad con que teje o baila, con precisión y sin aspavientos.
También Deleuze hacía suya la idea de Valéry, lo más profundo es la piel, esquivando su afinidad con lo superficial y aparente. Para Deleuze el ser es superficie, y su figura es la línea que la atraviesa, que la cruza: lo importante es el recorrido, no los puntos, que sólo son paradas en el viaje del ser, de la vida. El punto sólo existe como una cruz en el mapa, e indica un cruce de acontecimientos, una posibilidad entre múltiples. La estructura de la multiplicidad es fluida, ligera, y es designada con el nombre de serie o rizoma: existe literalmente en la naturaleza y designa a un elemento vegetal que puede ser, indistintamente, raíz, tallo y hojas; subterráneo, aéreo y paralelo a superficie del terreno; se reproduce en horizontal, alargando por un lado sus ramas o sus hojas y destruyéndose por el otro extremo. Así es como Deleuze nos propone entender tanto la estructura de loreal como la del concepto (y aquí la producción de Cristina Gámez), como un rizoma: extendiéndose como una serie lineal, abarcando y llegando a ser todo lo que tocan, con ligereza y fluidez.
El ser (el concepto, el arte) tendría estructura rizomática: progresa por contigüidad, por contagio, no por filiación, causación o bipartición, y de manera no jerárquica y aformal (por eso se contrapone el modelo rizomático al arbóreo). Se trata, en cualquier caso, de prescindir del centro, el eje o el estrato; del árbol como principio típico de clasificación, orgánico e ideológico, que deriva sus clases o jerarquías de la división del trabajo o de las funciones de sus órganos. El rizoma se caracteriza por la contingencia de sus configuraciones, conecta lo heterogéneo con lo heterogéneo, preserva y garantiza la diferencia de lo singular, más allá de la naturaleza de sus uniones.
La propia Cristina Gámez, según cuenta, tuvo una experiencia vital que sólo cabe calificar de rizomática. Un árbol de guayaba, muy apreciado por ella y al que la unía sobre todo –dice– lo mucho que cuesta ver crecer un árbol, protagonizó un desarrollo inopinado que parece ilustrar la tesis deleuziana. Había sido separado de la vivienda por un muro, pero encontró una salida tan subterránea como natural, tal como se nos relata en primera persona:
El árbol no podía ser más hermoso, tenía un tronco retorcido y de colores, lleno de la solera que tienen los árboles cuando los años empiezan a caerle encima, sólo verlo era todo un placer… Finalmente lo talaron hasta casi acabar con él pero, he aquí la sorpresa, el árbol reaccionó. ¿Quién dice que los árboles no caminan? Mi pequeño gran árbol se percató de que no estaba bien situado, y de forma rizomática se desarrolló hacia mi casa y apareció en mi lado del jardín…7
La narradora concluye emocionada: «Este otoño tendrá frutos por primera vez». En su pieza Enredo (2007, lino tejido a mano y acrílico) retratará, con telar y pinceles, el retorcido tronco leñoso y la tupida trama de nudos de una portentosa bignonia que vive en su jardín. Hay otra obra reciente de Cristina Gámez (Arte y naturaleza, 2006) que consta de dos piezas separadas y está tejida, parcialmente pintada con acrílico negro y bordada con hilos de color. En ambas se observa, tras una cortina lateral una figura doble: una escultura femenina poco definida (parece etrusca o romana), cuya silueta está tejida y sus pliegues pintados; a su lado, una silueta análoga que aparece por completo cubierta por una tela o paño. En la primera pieza han crecido sobre ésta hojas, flores blancas, frutos rojos y hasta algún papagayo azul (bordados). En la segunda pieza es la figura femenina quien sostiene los brotes naturales. El cortinaje, noblemente plegado, preside silencioso esta simple operación. Ya decía Aristóteles que la tarea del arte es completar la obra de la naturaleza.
Plegar, desplegar, replegar
En cuanto a Deleuze (que, como ven, es el verdadero Leitmotif teórico de este análisis), su implacable análisis del barroco, a partir de la pulsión operativa del pliegue, resulta de una lucidez imprescindible ahora:
El Barroco inventa la obra o la operación infinita. El problema no es cómo acabar un pliegue, sino como continuarlo, llevarlo hasta el infinito. Pues el pliegue no sólo afecta a todas las materias, que de ese modo devienen materias de expresión, según escalas de velocidades y vectores diferentes (las montañas y las aguas, los papeles, los tejidos, los tejidos vivientes, el cerebro), sino que determina y hace aparecer la Forma, la línea infinita de inflexión…8
El barroco no remite a una esencia, sino más bien a un procedimiento o una estrategia que no cesa de hacer pliegues. Es este proceder inesencial, sin embargo, el que se constituye en motor autogenerado y unificador de la multiplicidad, siempre idéntica en su cambiante despliegue y repliegue:
Siempre hay un pliegue en el pliegue, como también hay una caverna en la caverna. La unidad de materia, el más pequeño elemento de laberinto es el pliegue, no el punto, que nunca es una parte, sino una simple extremidad de la línea. El despliegue no es, pues, lo contrario del pliegue, sino que sigue el pliegue hasta otro pliegue… Pliegues de los vientos, de las aguas, del fuego y de la tierra, y pliegues subterráneos de los filones en la mina. Los filones mineros son semejantes a las curvaturas cónicas, unas veces se terminan en círculo o en elipse, otras se prolongan en hipérbola o parábola..9
Deleuze concluirá lacónicamente su reflexión geométrica, geológica y topológica: en el fondo, siempre se trata de plegar, desplegar, replegar…10 Pero el despliegue que nos propone Cristina Gámez no sólo pasa por el plegamiento de los cuerpos, las formas y las imágenes. Pasa también por el repliegue sobre esa dimensión, inherente a la vida humana, que es el tiempo histórico, que también es efecto de superficie. Esto se ve aún más claro si nuestra memoria artística pasa revista a la historia de las representaciones: si la pulsión del barroco no es mera nostalgia de un pasado mejor, es porque la tarea de hacer inventario –siempre provisional– se muestra como ineludible para cada generación, para cada artista consciente de su tarea. Pero esta grave tarea, parece decirnos Cristina Gámez, también puede –y debe– hacerse alegremente. No con la vanidad de los homenajes oficiales, ni con la frivolidad de los «homenajes artísticos». Más bien como quien canta mientras teje en su telar o limpia su taller, porque hay obras que parecen «coser y cantar», pero que en realidad son coser, cantar y bailar –como la presente. Cristina Gámez invita así, sin mayores traumas y con alegría mal disimulada, a Velázquez, Vermeer o Bernini a su taller: esto es, invita a la pintura a sus cuadros. Este repliegue del tiempo sobre sí mismo será precisamente –ya lo decía Deleuze– la condición de su ulterior despliegue, como lo era la repetición en la manufactura tradicional o en la infografía. Otros, en cambio, empezaron por donde ella acaba (de empezar), y luego descubrieron fascinados el mediterráneo digital; lo cual demuestra que lo primero que se queda obsoleto es la estrechez de miras.
Retratos como rosas
La pintura hace su entrada –tardía pero gozosa– en la obra de Cristina Gámez a mediados de la presente década. Es el caso de la mayor parte de la presente muestra (que tampoco renuncia a explicar su trayectoria con ciertas obras anteriores) y en particular de las series Cortina plegada, Retratos y Pliegues (2006-2007).
En la serie Cortina plegada, esta colgadura, adecuadamente dispuesta, enmarca y protagoniza la escena. En ocasiones, la visión se abre a un fondo vacío y gris, bellamente tramado; dos cortinajes simétricos, recogidos como un telón, no dan paso a ningún escenario –como cabría esperar–, puesto que ellos son la escena: sólo un cortinaje lateral de Vermeer, pintado por Cristina Gámez, y otro tejido en blanco, gris y negro. En otras piezas, una sola cortina lateral da paso a un bajorrelieve romano, cuyas figuras togadas parecen encarnar en sus pliegues toda su humanidad republicana.
En Pliegue ornamental el tejido aparece fruncido como los pétalos de una rosa, finamente coloreada con el dibujo (también floral) de la tela. De ella parece emerger una mano femenina que no se sabe si brota del remolino de pliegues o es un motivo del paño. Todo ello está pintado sobre el lienzo de lino tejido. Es importante notar que no se trata de un trampantojo, ni hay el menor ilusionismo o ambigüedad en la técnica gráfica, ni en éstas ni en ninguna otra obra. El tono de la representación es siempre neutro, sin concesiones a la expresión o el naturalismo.
El Pliegue Bernini forma una extraña pareja con la anterior. En esta ocasión es la mano de la propia Santa Teresa en éxtasis, esculpida por el genio barroco, la que surge de entre estos pliegues, no se sabe si gozosos o dolorosos (esto es un misterio). La apoteosis en mármol del pliegue barroco se convierte en un modesto elogio de la pintura sobre trama vista con una bella veladura en gris. Pero nuestro repliegue histórico nos impide olvidar que (casi) nunca el mármol había sido vehículo de tanta pasión y furor (¿divinos?), más que contenidos, consumados. Nunca una santa, transida de lo que fuere y en levitación sobre un mar de pliegues, dio tanto que hablar. Si comparamos los pliegues de la santa con los del ángel que se dispone a clavarle su divina flecha veremos cómo los de éste vibran como llamas, frente a la blandura vegetal o acuática de los de aquélla.
En todo caso, tenemos notables desarrollos de esta retórica del pliegue en la obra última de Cristina Gámez, y también aquí el valor simbólico de la representación es notablemente inferior a su función descriptiva o narrativa: no se trata de metáforas, sino de metonimias; no es la semántica, sino la sintaxis (con su apariencia subalterna) lo que encadena el sentido del relato. La analogía del pliegue de tejido con las cosas es evidente: tenemos pliegues como cabezas, como piedras, como olas, como nubes, como flores, como vulvas, como sábanas arrugadas, como tocados y turbantes, o como las capuchas y los hábitos de los monjes de Zurbarán. Pero el pliegue es tanto una parte constitutiva de la totalidad, un elemento sintáctico en absoluto incidental, como lo que la articula y posibilita: es la gran metonimia. Su omnipresencia debería quitarle interés, pero no sucede así debido a su nula centralidad. También esto parece confirmar a Deleuze.
Cuando Cristina Gámez convierte a una cortina lateral en el asunto de su obra, genera un efecto que Derrida llamaría «descentramiento», con el que logra esquivar la inercia retórica dominante, en lo estético y en el resto de valores. La posibilidad de hacer hablar a los márgenes no debería ser desdeñada en tanto que logro creativo y cognitivo. No es que convierta automáticamente en buenos estos cuadros, pero al menos –como he tratado de mostrar– los hace «interesantes». Y no se trata sólo de una estrategia productiva, ya que no es logro menor el invertir la jerarquía (ideológica, metafísica) más maniquea y arraigada, con el solo ejercicio plástico. También convierte en operación consciente y deliberada todo el caudal de fascinación sensible que, por lo habitual, permanece latente, marginada o reprimida (lo cual nos devuelve a la idea inicial de Nietszche).
¿Acaso no son lo pliegues de los monjes de Zurbarán, con su forma específica de administrar la luz y los volúmenes en el cuadro, los que –de facto– generan la atmósfera ultramundana? ¿Qué decir de los cortinajes de Vermeer? ¿No es cierto que potencian teatralmente el misterio inherente a estos cuadros, al dotar de un aura inefable al bienestar doméstico o a las actividades más banales? Todo ello sólo se hace consciente mediante el descentramiento retórico de los elementos del cuadro, y en el caso que nos ocupa se convierte en lúcida estrategia.
Ante pliegues, cortinajes o brocados, sin embargo, hacemos como que no los vemos. Como si la cabeza del obispo, comerciante o condottiero que realzan tuviera una esencialidad mayor que los atributos que hacen a ese rostro merecedor de un retrato ilustre. A lo sumo tendrán un nombre propio o una historia que contar, pero eso, de nuevo es una metonimia que nos lleva fuera de los límites del cuadro…
Los Retratos de Cristina Gámez, o ese magistral Cuello de Mujer, serían una demostración empírica de la entidad ontológica del pliegue, de cómo el efecto de superficie da cuenta de la profundidad vital del (viejo) género del retrato. De nuevo el repliegue histórico del pliegue como condición del despliegue creativo. Las eventuales alusiones a los fondos paisajísticos de Velázquez o Leonardo (Retratos I y III) parecen colmar de pistas esta investigación: en Retratos II, por ejemplo, se nos aparecen al fondo los pliegues de las damas y los cortinajes de Las hilanderas de Velázquez, contempladas por el escorzo de otra dama cuya cabeza, tocado y pecho surgen del plegamiento de un mismo paño. De nuevo hay que disipar todo parentesco con el ilusionismo manierista de un Arcimboldo: se nos habla del mito de Ariadna y del hilo de la vida que tejen las tres Moiras o Parcas; y también de la manera en que Velázquez preside la eterna actualización del mito del pliegue de la vida y la muerte mediante la metáfora –esta vez sí– del hilo y la trama.
Pero si observamos los Retratos I y II, Pliegue en monte, Pliegue en valle veremos como se abren a la vida estas falsas flores de lino ligeramente sugeridas con un poco de acrílico que moldea sus pliegues. Y si observamos también las costuras que las enmarcan, veremos retratos como rosas.