José Antonio Otero Cabrera
La Casa Hilvanada”, la propuesta que presentan Tahiche Díaz, Cristina Gámez y Lena Peñate, cierra el proyecto “Ejercicios de Domismo” que se ha desarrollado durante el presente año. Tras seis exposiciones en el entorno de lo doméstico, hemos intentado abrir las puertas de la casa para enseñarla como marco en donde las obras de arte se instalan, alterando, unas veces en forma de dialogo armónico y otras de manera violenta, el significado de un espacio en principio diseñado sólo para habitar.
Esta última exposición tiene lugar en una casa del siglo XVIII de la calle San Agustín de La Laguna, que en este momento se halla en periodo de restauración. Este hecho nos enclava en un entorno arqueológico que los artistas han decidido aprovechar y subrayar con la intervención conjunta que nos ofrecen. La casa muestra en este estado particular un espectro ambiental que abarca desde el esqueleto de la piedra desnuda de la construcción primigenia (en algunos recodos nos acerca a la cueva, convirtiendo el espacio interior en espacio natural, trayéndonos el afuera al adentro) hasta la última capa de sus últimos inquilinos, es por ello que se trata de una casa fuerte, cargada de una memoria privada que es imposible pasar por alto.
En este estadio de transformación las piezas aparecen dispuestas como leyendas que habrán de ser consideradas y contextualizadas en referencia a cada parte específica, mirando a través del proceso que se está llevando a cabo tanto en su interior como en el exterior, que seguirá durante el tiempo en el que se muestren las obras.
La lectura de las piezas que se suceden desde la entrada principal hasta las habitaciones escogidas de la planta superior se proyectan sobre un espacio que se erige como una tramoya escénica o tramoya de la memoria. Las paredes, al descubierto, vuelven visible, remarcan la superposición de capas en el que los distintos elementos de diferentes épocas y estilos conviven en un estado de reposo, conformando un tiempo propio. Abrirnos a este espacio nos introduce en la posibilidad de presentarnos entre sus capas y de acometer lugares vividos e interpretarlos.
La casa se caracteriza por ser el lugar en el que, desde el principio de las sociedades sedentarias, el hombre se refugia. Este sentimiento de protección que da la morada no se manifiesta sólo en el orden material sino también en el plano de las ideas. Allí ordenamos nuestro “yo” proyectándolo sobre un espacio que creemos controlar. Ese control personal, el efecto directo de nuestra actividad, así como el habitar cotidiano en ese mismo entorno produce una sensación de estabilidad y seguridad que difícilmente podemos encontrar en la calle o el exterior. El gesto de habitar resulta indudablemente de orden político, contenido y concertado entre los sujetos que moraban o morarán el interior de la casa. Algunos de estos gestos o voces son evocados como tiempo interno dentro de la exposición; este tiempo aparece suspendido, aletargado o justamente en un estado provisional de tránsito.
Cuando el sentimiento de raigambre que produce el hogar es violentado por una razón cualquiera, la casa se llena de fantasmas. Y no es infrecuente que estos se queden un tiempo, recluidos en determinados espacios u, otras veces, obligando al inquilino a marcharse del lugar. Prácticamente todas las familias guardan fantasmas en sus casas, entes sin cuerpo, ideas finalmente, que nos recuerdan que incluso nuestras mayores seguridades y firmes pensamientos pueden desvanecerse. Por supuesto (aunque el fantasma sea esa sabana que arrastra una bola) estos temores son proyectados siempre por nuestra psique y difieren de los peligros “reales” (catástrofes naturales, muerte, huidas forzosas…). No es extraño entonces que esta casa de la calle San Agustín, reventada su habitabilidad en tanto que obra en construcción, llena de capas superpuestas de memoria, albergue decenas de fantasmas, terrores humanos y domésticos apilados unos sobre otros. Así, uno de los cometidos que pretende esta exposición es, mediante piezas y mecanismos alegóricos, resituarse en el lugar hilvanando los estratos que aparecen, desde su edificación hasta, quizás, su devenir próximo. La intervención se encuentra pues directamente vinculada a la geografía de desestructuración a la que se halla sometida la casa.
Las piezas que se insertan resaltan parcialmente las características particulares del espacio o son introducidas en alguna parte del escaso mobiliario que aún permanece….
…La aparición y desaparición de las estancias de esta casa, así como su carácter estratificado, nos impone la tarea de encajar un marco en un lugar que adopta diversas temporalidades y que se desprende constantemente de sus formas. El recinto, que se convierte así en un lugar re-descubierto, trata el problema del individuo moderno como sujeto que, en los tiempos que vivimos, encara la dificultad de asistir a un espacio en el que aún puede introducirse entre las profundas capas de un poso de historias, vinculándose a una morada que con el tiempo pueda decir que resulte suya.
La potencia plástica de una casa como ésta, que nos muestra un soberbio esqueleto en proceso de carnalización, sitúa la propuesta de Tahiche, Cristina y Lena en un laberinto de espejos y reflejos. Se trata en general de la sombra informe de un lugar habitable que propone una gramática de trabajo fundamentada en la proyección de ideas sobre (encima) del tiempo. Por eso la construcción conceptual se ha hecho de arriba abajo, de manera desmaterializada, nombrando las cosas mediante el producto que nos da un espejo o la figura que recorta la luz. Toda la casa, aun cuando es rotunda la presencia de la piedra y la madera, de los pilares y techumbres, es un corpus de ideas sobre lo que una morada puede significar en el devenir del tiempo y la historia de lo privado.