Ángel Mollá
(Profesor de Estética en la Facultad de Filosofía de la Universidad de La Laguna)
La vocación silenciosa del arte moderno no deja de ser preocupante. Da igual que se disfrace de vacío, saturación, charlatanería, banalidad o sinsentido: la lógica de los contrarios siempre acaba denunciando aquello que se quiere ocultar. Con su tendencia a difuminar las barreras entre las artes, los estilos y los géneros, se nos aparece como un striptease interminable, en que lo más obsceno (literalmente, lo que está “fuera de la escena”) no es lo que se nos muestra, sino lo que al final se escamotea. En su peculiar danza de los siete velos, el arte moderno nos habla de una ausencia frente a la que no cabe nostalgia alguna: solo el arte ingenuo y sentimental se atreve a abordar de frente ciertas cosas, pero en lugar de lo sublime, nos muestra lo ridículo o lo patético… del propio intento. La modernidad –y, para el caso, la posmodernidad- como una danza macabra en la cual se celebra la muerte y resurrección, la imposibilidad misma del arte, y sólo en virtud de ella es capaz de crear más arte. Una danza que, como todas, se produce en el espacio y en el tiempo, pero no ya en su espacio primigenio y virginal, en que las fuerzas vitales de la naturaleza celebran sus bodas con el espíritu humano: porque hay ciertas cosas que ya no son posibles. El espacio donde se consuma esta ceremonia es un escenario (ya sea una sala, un lienzo o una cama) y su tiempo no es otro que el de la memoria, es decir, el espacio y el tiempo de la cultura humana. No se trata ya de encuentros míticos o rituales originarios, y ni siquiera el entusiasmo o la embriaguez tienen nada que ver con las musas o con Dionisos: ahora los vinos son de marca y las drogas de diseño. En cuanto a la inspiración, ¡ay de aquel, pobre ignorante autosatisfecho, que no encuentre su alimento en la memoria cultural!. Porque está claro que ni el espíritu de la tierra, ni el espíritu del pueblo, ni el espíritu del tiempo sueltan prenda, como no sea a los manipuladores de masas ( ya sean charlatanes de la nueva era, políticos populistas o publicitarios). Los ídolos de la tribu y los del mercado, los mitos del más allá y del más acá, sobados fetiches del nuevo nihilismo, se autodestruyen en cuestión de segundos. Todo lo sólido se desvanece en el aire en la era del capitalismo triunfante, y de esta amnesia postcultural, de estos vestigios sin memoria, de estos fragmentos y girones de casi nada –y de mil amores- teje el arte un vestido nuevo para el nuevo rey del mundo. Porque esta estética de la desaparición que parece caracterizarnos implica, para el artista, una conciencia aún más rigurosa de lo que va quedando atrás, pues lo único que la postmodernidad no puede superar es la idea misma de superación. Como en un viejo palimpsesto en que las múltiples capas, casi borradas, afloran, el arte vuelve de la tumba como una antigua maldición reprimida.
Desvanecimiento:
Así, por ejemplo, la obra actual de Cristina Gámez es una clara ilustración de cómo los estratos culturales de la biografía personal pueden superponerse en el ya viejo palimpsesto del arte moderno. La artista ha pasado media vida practicando la danza contemporánea, estudiando Filosofía, tejiendo y diseñándo ropa, filmando y manipulando imágenes y, finalmente, estudiando Bellas Artes. Que haya hecho al final lo que la mayoría hace al principio no solo delata una trayectoria errática, sino, sobre todo, la necesidad –típica del rigor intelectual y artístico- de tomarse todo el tiempo que cada proceso de maduración exige, más allá de cualquier consideración económica o práctica. Y todo esto se ve –literalmente- en sus piezas: una reflexión acerca de la temporalidad del espacio y la espacialidad del tiempo; del instante como espacio visual y la instantánea como lapso temporal; del cuerpo como imagen, como trayectoria y como trama. En suma, de la trama de la vida como tejido, secuencia, narración o coreografía. La danza de las artes se apodera de todo en su evolución: el telar, el lienzo, la escultura, la fotografía, el cine, la infografía y (siempre) la danza misma. La coreografía es ahora trama y urdimbre, técnica y cultura, cuerpo y espíritu, imagen y texto, música y silencio. Pero este escenario no tiene nada que ver con nunguna obra de arte total, no es un gran espectáculo ni provoca ninguna catarsis, puesto que huye de las trampas de efecto.
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En el caso de estos tres artistas la danza perversa del arte moderno se consuma extática pero imparable, como una coreografía y una escenografía cuyo momento culminante es el hacer un silencioso mutis por el foro y, desde luego, sin aplausos. Como se ve, todo consiste en el arte de esfumarse con dignidad.
(Texto extraído del catálogo “Movimientos Paralelos”, exposición celebrada en Maspalomas, Gran Canaria, en Abril del 2000 junto a los artistas Pedro Hernandez y Vicente López)