José Díaz Cuyás
(Profesor de Estética en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Laguna)
¡Está matando el tiempo, que le corten la cabeza!
Lewis Carroll
El tiempo es una cosa que se cuenta, como el dinero, y con los dos ocurre algo semejante, nunca acaban de cuadrar. Equilibrar sus balances se ha hecho más difícil desde que a todos nos resulta obvio que el tiempo es oro, o lo que es lo mismo, que nuestro oro es el tiempo. De aquí esa sensación de carestía e impotencia que provoca en nosotros su falta y el peso, a veces abrumador, de esa presencia imperativa. Que el tiempo ejerce un poder despótico sobre nosotros es algo que sabe cualquiera, pero tengo mis dudas de que alguien sepa qué echa en falta cuando siente que le falta el tiempo.
Sopesamos el tiempo como si fuera un producto de almacén, lo tenemos o no lo tenemos, ponemos a un lado el debe y a otro el haber. Pero nos equivocamos cuando pensamos que hacer balance es un problema exclusivo de la aritmética. También pintar, parece obvio, es hacer cuadrar. Qué puede ser un buen cuadro sino el resultado necesario de hacer cuadrar el tiempo y hacer cuentas con él. Toda obra de arte es un acto de resistencia al tiempo dominante, un intento de equilibrar el deber con el haber. Por eso la pintura es, en sentido literal, una forma de elevar el tiempo al cuadrado, de metacontarlo.
Todo parece más sencillo si evitamos la idea de que el tiempo puede contarse de una sola manera. Nuestra mirada está tan habituada a las indicaciones de los relojes que tendemos a verlos como las marcas del tiempo. El problema no es, que duda cabe, la marca del reloj, sino dar por supuesto que esa señal, la posición de las manecillas en la esfera o la pulsación de los dígitos, sean la marca del tiempo. Cuando decimos que los relojes sirven para dar la hora deberíamos tomar lo que decimos al pie de la letra. El reloj de las horas y, cuando lo hace, aquello que nos da es el producto de su fábrica. La función de los relojes no es, en absoluto, medir algo que está fuera de su esfera, contar un tiempo exterior, sino dar el tiempo por contado.
Una vez asumido que es el reloj el que ha construido nuestra temporalidad deberíamos emplear, para hablar con propiedad, un equivalente al timing inglés cuando nos manejamos con esos aparatos de pulsera. Nada más engañoso que sustantivizar el tiempo. Mirar la hora es siempre “temporizar”, sincronizar procesos independientes. En nuestra lengua habría un inconveniente para su uso, temporizar para los hispanos es “ocuparse de alguna cosa por mero pasatiempo”. Aunque, bien pensado, podríamos sacar ventaja de este equívoco. Si unimos nuestro temporizar al timing inglés el resultado nos llevará directamente hacia otros modos posibles de señalar la temporalidad. Pasar el tiempo sincronizando temporalidades puede ser una definición más que aceptable de la tarea del arte.
Toda obra marca su propia temporalidad, o mejor, es un sincronizador de tiempos. Todo buen cuadro es necesariamente un temporizador, un dispositivo que se activa en el acto de la contemplación y que juega a amargarse a la prepotencia de las marcas del reloj. De aquí lo absurdo de esa obsesión por la actualidad en su sentido cronológico. Las buenas obras han sido hechas siempre desentendiéndose de la actualidad, pero no por nostalgia del ayer, sino por la conciencia de que su vida no dependía de su apariencia juvenil, de que lo único que podía mantenerlas vivas era su capacidad para actualizarse en la mirada de aquellos que puedan esperar algo de ella.
Hoy resulta sorprendente que hubiera un tiempo en que esta verdad de perogrullo fuera compartida, en la que lo bello, como forma de lo posible que buscaba situarse fuera del curso del tiempo, fuera una aspiración legítima.
Parece evidente que si ahora nos resulta tan difícil hablar de belleza es por un problema de tiempo. Con esto no quiero decir, en absoluto, que el tiempo para hablar de estas cosas sea más escaso ahora que en el pasado. El problema es otro. Bello es aquello que vence en su lucha con el tiempo. Este es el motivo, por ejemplo, de que la figura de la mujer, de la bella, -y espero que cuando digo figura se entienda que me refiero a la figura- haya sido, por lo menos hasta hoy, más vulnerable al paso del tiempo. Qué tiempos estos en que para hablar de las bellas nos vemos obligados, previamente, a pedir excusas. Lo bello sólo tiene sentido como deseo colectivo y nada parece indicar que este deseo pueda tener algún protagonismo en nuestra programación temporal.
Cristina Gámez es, aunque no sé hasta qué punto tiene conciencia de ello, una artista del tiempo. Su mundo no es el de las artes del espacio, sino el de las artes temporales. No asume la coacción del cuadro estático, de la pintura, de aquí la tensión entre los medios de que se vale y esa fugacidad moviente de sus temas que en sus mejores momentos hace que la obra permanezca en vilo, pendiente de un hilo. Una vez que la monarquía de la pintura ha quedado despojada de sus prendas, y que hasta los adultos se dedican a hacer chanzas de las vergüenzas de su antiguo rey que hay se pasea desnudo, ha optado por trabajar directamente sobre la piel, sobre el soporte que sostenía los antiguos oropeles de la pintura. Cuando no hay mucha ropa que ponerse tatuarse es una forma de vestirse.
Sus telas son redes tejidas para atrapar figuras. En el telar, sentada, sin ver lo que se dibuja, teje mecánicamente a la espera de su captura. Es en el mismo ejercicio de la trama donde surgen las líneas. Dibujar tramando pacientemente las figuras, una forma de pasar el tiempo y de intentar configurarlo. Hay que tomarse su tiempo para resistirse al tiempo dominante. Sólo las cosas urgentes hechas sin urgencia pueden aspirar a convertirse en obras de arte.